Observo su cuerpo casi inmovil y pienso en que va a morir pronto. La humedad sulfurosa llegó como una especie de ácido verde, colándose hasta lo más alto de aquellas montañas. Era curioso que, justo en medio de la nada, aquellas plantas se instalaran como poderosos seres alienígenas con sus hipnotizantes flores y sus tallos larguísimos que parecían del tamaño de dos gigantes, uno subido un encima del otro.Todo era verde y café. Desierto y selva al mismo tiempo. Había cactus y animales amarillos que no tenían nombre aún. Podían ser iguanas gigantes o jaguares minaturas o lo que se que fueran. El asunto es que ahora, justamente ahora, el veneno corre por sus intestinos sin que haya algo que yo pueda hacer. Está completamente envenenado. Ha comido del liquido verde y lo está carcomiendo por dentro. Los indios del lugar, corren a socorrerlo, pero yo se muy bien que va a morir. Estoy tranquilo, porque me he resignado a su suerte. Pero ha de morir dignamente: con el veneno corriéndole por dentro, como anticongelante por las venas, mientras aquellas posas de agua siguen ahí tan tranquilas, como si no acabaran de matar a alguien. Un anciano -que traía unas fotografías en las manos y que vendía a los turistas-, grita que hay un remedio: que envolvamos al moribundo en sacos de arroz. Yo no quiero que muera así, envuelto en vendas de arroz, como una estúpida momia. Ha de morir revolcándose como un poseído. Consumiéndose por la furia del azufre y por la rabia que emana de la montaña.