Se escondía debajo del rescoldo de mesa y pasaba horas viendo la lampara de alabastro y bola que pendía desde el techo. Era, quizá, una estrella fugaz, una noche en venta, unas escaleras cuesta abajo: en fin, millones de imágenes mentales tipo jungnianas que le acudían al mismo tiempo al hueco en forma de humo que era su cabeza.
Fué una noche de abril, azulosa, gastada y nítida, la que lo colocó por debajo del riesgo. Hacía ya tres horas que la luz dejara de iluminar las losas de mármol y hacia solo dos y media que ya no pudo leer en la oscuridad del cuarto.
Sintió entonces la noche en forma de pistola, rasguñandole el miedo de fantasma en una geométrica perfecta de veneno y gato; de mujer y ruptura; de plástico anquilosado; de botella y sémen. La extrañó y murió en ése mismo instante: noqueado, tóxico, feliz y triste.