Le salieron las palabras alevosamente cuadradas ―incesantes, encerradas en sí mismas― y tuvo la certeza de que moriría asi, estúpidamente geométrico. Hecho un síndrome, una soledad redondísima. Lo supo el fin de semana, contra la patrulla, de rodillas y mientras los gritos del custudio salian disparados al aire como burbujas iridiscentes.


No era la primera vez que discutían. Siempre eran las mismas cosas, hablar de las mismas cosas, inquirir sobre lo mismo, mientras la noche retinta se cernía sobre ellos. Cayéndose como si fueran dos grandes alas de murciélago. Quería respirar humo, salir por la ventana, y ver las nubes color de arroz, plagando al cielo de blanco y de motes y figuras en forma de algodón.



Pero no pudiste verme de ninguna forma. Desaparecí justo en el mismo segundo que la arena se volvía toda morada en los desiertos. Quiero permanecer aquí, tirado a tu lado. Respirandote. Pero ya es demasiado tarde, princesa, corazón, para cualquier cosa.