Tenía el vicio indiscreto de volverse completamente invisible; invisible como los barcos fantasmas de los piratas en lontanza, allende al mar. Y luego de toda una vida, de recomienzos y fracasos, entendió que había pocas cosas que amar y sobre las cuáles escribir: un faro, una mujer hermosa, un viejo libro, y el sabor a chocolate. Nunca entendió, luego de tantos tropiezos que, a falta de mejores pretextos y con sobra de tantas vergüenzas, la mejor manera de aceptar la soledad era precisamente esa: manteniendo sus demonios lejos, con las letras.
Intentó (pero falló, falló, falló, mil veces malditas, falló: en la cama, llorando y brilloso -no sabía si lagrimas o sudor- mil veces; falló en la regadera, en la iglesia, al levantarse y despertar con la mañana; al anocher calo y puntiagudo, con el vaivén de un otoño quebradizo falló. Falló, ridículamente cuando le hicieron el tercer electroencefalográma y el doctor lo examinó contra la luz; falló, al escribir y ante la hoja blanca; falló, ante vida y la ida y la vuelta. Falló y pataleó, pero mil veces volvió a fallar) volverse visible otra vez, pero simplemente, no había a quien le importara verlo.