Se instaló en mi vida con la autoridad de un gato consentido. Y pensó que quizá no había manera de volver a escribir como lo hiciera en años anteriores: subiéndose al techo imaginario de su departamento, entre el aire afilado de las madrugadas y con un gran tazón de café negro y un poco de whiskey. Éramos nada: eramos un puño de espermas viajando a toda velocidad, tratando de fecundar el iPod de la vecina. Estoy sentado en la última fila de sillas del vagón y estamos ganando velocidad, estamos ganando velocidad e instalándonos con autoridad en el universo jodido: tajantemente prohibido oprimir la tecla DELETE.