La venganza es una forma de verse a los ojos desde dentro; una ventana demasiado oscura por donde nunca se ve nada, ni quién sepa que carajos se esconde ahí. Precisamente es lo que fascina: el intento de lo que se sabe desde antes perdido: me asomo, a sabiendas que no hay nada (una nada tan oscura e intangible que nos arroba) O será quizá, que de entre una rambla de demonios y diablillos en todas sus presentaciones, no voltearla a ver nos produce una especie de placer medio enfermizo: nos sabemos cómplices mutuos de una fechoría recién elaborada, como niños de primaria, que acabaran de poner pegamento en la silla del maestro. Fue entonces que,  de lejos en la terraza del restaurant,  con el café a medio terminar, una temblorina en la cabeza y la nariz cayéndose a pedazos, pensé que era buen tiempo de no dejar nunca el polvo y dispararme un revólver en la quijada. De una buena vez, ahora o nunca. Pero no me disparé. Lo malo de que uno no escoge sus manías, es que éstas se disparan cuando menos te lo esperas. Así, que tenía que disparar el arma, a como diera lugar. Como dije, ahora o nunca, perra venganza.