Fue por esa temporada cuando los colores empezaron a perder su color. Sí, valga la reduncia, o mejor dicho, no valga la redundancia: los colores perdieron color. Era como si alguien le diera vueltas a los botones viejos de una televisión y se nos descomprimiera el brillo, se nos amoratara el contraste, se nos fuera la luz, la saturación, y todas esas cosas que uno no entiende nunca. La mañana que nos quedamos a dos colores, no nos dimos cuenta.
Saludabas a alguien del piso de arriba, mientras con la llave Wernike ajustabas una tuerca. Liquidos (negro) te chorreaba desde el hombro izquierdo hasta el pecho (gris). Todo era agitación: el olor entre ácido y dulzón del muelle, ruidos, música, gente pasando, martillando, probando, tirando, gritando, ordenando (todo en escalas de grises).
El día que por fin salimos a la mar (digo "a la mar" porque de repente así se usa, en vez de "al mar") , el Capitan Heller, se encontró con que el mar era como una plástica envuelta en una película de blanco y negro. Se vió las manos.
Cerró los ojos.
Dos minutos después, un chorro negrusco le escurria de las sienes y tuvieron que nombrar a Buckner Capitán suplente.