Janeth era un nombre irrepetible. Sin la rabia de saberse perdido-vencido y extraviado en otros mundos, con la sensación alegórica de un espacio que insondable, taciturno y horizontalmente inabarcable se abría entro los dos, caminaba: caminaba. Caminaba con la dicha del que se sabe outsider desde el inicio: estaba derrotado y qué. Perdía, igual que todos: pero lo hacía por el gusto morboso de saberse fuera del juego. Janeth era un nombre lejano (allende al mar: en lontananza de algún horizonte medio verdoso y medio esperanzado: crecía: y era precisamente esa dicha de verla tan poco suya y tan de los demás, lo que lo hacía verla en fullbright, HD y Blue-Ray) cuyas letras conformantes se había juntado por arte de una mala jugada del destino, así como las teclas van cayendo boca a abajo una por una; una mala jugada del destino que hace decidirnos a no seguir cargandole las maletas de nadie: Una mala jugada del destino (y de los hombres, y de los nombres y aquellas otras muchas cosas que quedamos lejos de escuchar y no alcanzamos nunca) o simplemente lo mismo que lo perseguía, como una maldición sacada de algún cuento de McOndo, y no le permitía estar cerca nunca de nada ni de nadie: la soledad.