Arrivederci, primita loca.

Escribir que eras la mejor persona del mundo sería como hacerte la peor de las referencias. Y es válido decirlo: tenías (teníamos) una mala entraña desde niños que no podíamos compartir con nadie. Mientras los demás pensaba en qué bonito regalo hacerle a los demás, tu y yo pensábamos a que rincón de la granja escondernos donde hubiera menos gente. Teníamos una cierta conexión rayana en lo malsano y no es que fuéramos precisamente amigos. La verdad ni siquiera puedo decir que te quiera o que tú me quisieras: éramos más bien como dos maleantes infantiles, en espera de ver a quien le jugabamos la siguiente mala contestada. Éramos niños pero siempre admiré tu semblante de diva exagerada, tu risa y sobre todo las historias que supiste bien contar. Hoy, y es necesario decirlo, te escribo desde el corazón. Hoy ya no existe esa conexión. Lamento mucho tu pérdida. Nuestra pérdida. La pérdida de tus papás y de los míos. Nunca habia llorado por nadie (y casi no por nada) pero hoy es momento de llorarte. Hoy está prohibida la palabra recuerdo. Porque no recuerdo casi nada de ti. No sé quién fuiste ni casi lo que pensabas. Solo se, primita linda, que nos morimos los dos por agarrar las oficinas de ambulancia y las Clonazepam de pastillas para ser feliz. Lloro por tu muerte, quizá también por la que me ronda. Hoy me calas, me dueles. Y no hay posible solución para esta álgebra en forma de laberinto (porque la muerte es siempre, una operación que llega al mismo irremediable resultado). Sé que odirias que le haga al drama queen. Pero algunas veces, por breves instantes, dejo salir ese niño de la infancia (esos niños que éramos en la infancia y jugabamos en la nieve y en la casa) Crecimos juntos y hoy, de alguna extraña manera, morimos juntos.