Sencillamente azul.

Había varios puertos que antaño fueron pesqueros. Cientos de gaviotas de peleaban por los trozos de pescados y por los cangrejos destazados que parecían pequeñas partes de vidrio anaranjado. Ahora no. El petróleo y la llegada de los zombies, había recluido a toda forma de vida a esas insoportables y verdosas aves que nadie sabía como se llamaban ni cual era su misión en el planeta. Los puertos, constituían uno de los centros de mayor recaudación económica de la región. Olía a mar y pescado. Los hombres con los brazos quemados y el murmullo de trueques y tratos echo casi a lo pirata, venían de un bote a otro. Otros aprovechan la tierra para entrar al primer bar y sentir nuevamente las piernas desnudas de cualquier mujer que les pasara por enfrente. En la mayoría de las ciudades, la catástrofe ocurrió con la velocidad de un tiburón: sencillamente los muertos revividos se habían mordisqueado a todo habitante que respirara. En el puerto fue diferente. Era como si se negara a podrirse y como si diera una tremenda lucha interna por combatir a la enfermedad. Por supuesto que termino por irse a la mierda como todo lo demás, pero el punto es que luchó. Luchó como los grandes guerreros que, a sabiendas que la muerte los espera por delante, se baten ferozmente en el campo de batalla. Antes uno podía admirar el vaiven de los barcos en fila a lo lejos, y que asemejaban una gigantesca serpiente que abarcara todo el horizonte. Barcos de todas las regiones, mercaderes, contrabandistas, navegantes. Ahora, el cielo impoluto chocaba con el mar en una arena que pareciera no haber sido pisada jamás. Si se hubiera luchado una batalla contra el fin del mundo, se hubiera luchado aquí, sin lugar a dudas. Los primeros muertos llegaron aún enfermos e infectados, sin síntomas tan visibles. Aún hablaban y creían poseer buena salud. Hubieran logrado contagiar a toda la región de no ser por la bruja del pueblo, que en ese momento estaba en el puerto, recogiendo algas para una de sus famosas pomadas para quitar lo amarillo de las uñas, cuando los vio. Grito como una endomoniada y dió la orden que no dejarán bajar a nadie de ese barco, porque estaban todos muertos. Nadie sabe porque obedecieron la orden, pero las multitudes cayaron y los guardias portuarios apuntaron directo al bote: los tripulantes vociferaban incoherencias y amarraban y desamarraban las velas una y otra vez sin sentido. Dispararon y -entre el cálido aire estival, húmedo y salitroso- las balas no hicieron ni cosquillas a los muertos. Fue entonces cuando la sombra de la muerte se apoderó de todos. Quizá en el fondo, ese recondito rincón de la mente, sintieron que algo estaba muy mal. Todo esto sucedió antes del primer derrame de petróleo. Y antes que al capitán McForrester, se le ocurriera la brillante idea de hacer la pira acuatica más grande de la historia.