Habíamos decidido que se llamara Mateo. Y aunque quizá nunca lo conoceremos, se llamará Olivia y Mateo en nuestros corazones. La vida es así. Te da muchas vueltas. La biología, esa perra malnacida —hija bastarda de un dios que juega a los dados en un casino all-inclusive celestial— es así: caprichosa, repentina, definitiva y voluntariosa. No podemos ir en contra de ella. Es la vida y la muerte. Es como una justiciera que todo lo dicta. Ciega y bruta al mismo tiempo. Nadie escapa de ella. Justo hoy, o justo ayer, o si somos exactos, desde hace algunos meses, nos arrebató a nuestro Mateo. A nuestra Olivia. Se lo llevó lejos de nuestros sueños y lo guardó en algún lugar muy lejano en donde se escurren los sueños; donde se les acaban los nombres a las ideas y los pensamientos de los hombres —esos seres insignificantes, necios, tontamente pequeños— se convierten en historias y leyendas. Ahí, probablemente estén los dos. En un refrigerador en algún lado de la frontera, del mundo, esperando que nos decidamos a despertarlos. Pero que sepa Ddios, que un día carajo le habremos de arrebatar los dados de las manos, y en esta ocasión, nada quedará a la suerte: escribiremos el nombre de Mateo y Olivia en todos los lados, y que siempre sean ellos quienes nos bendigan con su amor. Y al final, solo queda esperar a que la misma biología que ahora nos arrebata los sueños y las ilusiones, sea la misma que nos devuelva el alma al cuerpo. Habíamos decidido el cuarto de la estancia, la ropa, los sueños. Que viviríamos también, en uno de esos paraísos llenos de perros labradores —tipo casa americana, llena de pelos, deudas y películas de para niños—. Por ahora todo sigue igual: la estancia sigue siendo nuestra estancia. Tan sin niños, tan silencio. Tan lleno de nada, tan vacío de todo.
Adiós Mateo, adiós Olivia. Los amamos con todos nuestros corazones.