Crisálidas mounstrosas. Arte menguada. Entrañas intermitentes. Plastiquísimos, plastosísimos, infernalísimos. Eran un conjunto de seres casi metafísicos; la música borraba las ventanas y las puertas; eran deformes, entre vívidos y mortecinos; opacos y opiáceos. Gusanos gigantes del tamaño de edificios podridos que se van comiendo el sonido de la ciudad: orugas llenas de ángeles hermosos. ¿Qué mariposas —seres alados; gárgolas barrocas entrepechadas en un arte transfronterizo al gótico— nos esperan envaginadas ahí? ¿Qué clase de abejas Frankeinstein nos aguardan para aspirar el cielo azul, y dejar ahí, qué extraño color? Es la plástica: saliva escultural del sexo: de la cópula: procreación y prolongación —retorno— constante (circular) de la vida.


Amalgamas protáceas en formas laminares y plateadas. Mercurio del arte. Ojos afilados. Filos platinados. Ventosísimos, agilísimos, ligerízimos. Son una serie —inconmesurable— de artefactos biológicos (re)creados por el hombre; eran sanguináreos, lúcidos, translúcidos: larvas de microbios futurístas, portadores del ruido de ciudad. Anguilas que vomitan música: tantos civiles, tantos iPods: misioneros del Emepetrés. Llevan en su cuerpo —cilíndrico— engendrados demonios de gran belleza. ¿Qué serpientes —seres inmortales; esfínges preñadas por Quetzalcóatl, guardadas por la pre-hispania— están germinándose ahí? ¿Qué clase de reptiles —adoradores del látex y del karma— y boas nos asechan para soltar su veneno en forma de azul y pintarrajear nuestra bóveda celeste? Es la plástica: anhelo constante de nuestra piel (con olor de sexo), en donde se agarrotan nuestras simientes: plástica de los dioses (re)creados/formados/suscitados: recomienzo de la vida —tecnología virtual— y entrega al otro.