William Gordon

 William Gordon terminó de bajar el último paquete del cofre de la Impala 2007 y recorrió el espacio líquidamente con la vista. Caminó hacia el entablado del pórtico dando algunos tumbos con las maletas y aspiro el olor empalagoso y dulzón que salía de la madera de los pinos. Parecía como si las cimas de los árboles amenazaran con agujerear a un cielo nítido que se extendía por toda la región y como si fuese a derretirse de pronto y a caerles a todos en forma de alguna extraña pintura azulosa. Un horizonte impoluto de nubes y estriado en tonalidades anaranjadas y moradas enmarcaba un paisaje perfecto, como de rompecabezas.  
—Papi, ¿aquí murió el bebé? —preguntó Tennessee mientras tiraba del abrigo largo y plomizo de su padre.
—Tenny, cariño, ¿de dónde sacas esas ideas? —repuso Gordon, mientras un escalofrío involuntario le recorría el espinazo ——no quiero que vuelvas a repetir eso, y menos frente a tu madre que se asusta con esas cosas, ¿entendido?
—Entendido Gordon— una ancha sonrisa recorrió la hermosa cara de Tennessee y unos ojos color de hielo se distrajeron rápidamente con una paleta de caramelo rojizo.  
—No me llames Gordon cariño, soy tu padre, llámame, papi o papá.
—Entendido Papi Gordon.  
Era la casa de campo en la que disfrutaban algunas vacaciones, a las afueras de Aspen, Colorado. El arrendador les había vendido la finca no hacía mucho tiempo, con los cimientos de la casa y el cobertizo a medio construir. Nunca llegó a saber si apenas se estaba construyendo o si habían sido derribadas algunas paredes incluyendo el techo, pues el vendedor nunca había sido persona que se caracterizara por dar muchos detalles sobre prácticamente nada. Era un hosco y gordo montañés, que pareció ansioso por cerrar el trato y largarse a la primera taberna del pueblo a embriagarse con cerveza barata y con algún trago de escocés mediocre. Pero nada de eso no importaba ahora. William Gordon, columnista del Denver News, se encontraba feliz de estar aquí, sintiendo como el afilado aire le cortaba y purificaba los pulmones, llenándolo de esa magia mística que tienen los lugares aledaños a las montañas.
Vastos caminos de nieve cubrían el camino, haciéndolo parecer como una playa de pequeños alabastros cenicientos que formasen pilas y montones de tierra blanca. Comenzaba a ser necesario quitarla poco a poco y dentro de muy pronto sería necesario utilizar la maquina quita-nieve. Los débiles rayos de un sol astroso perforaban el nevadísimo suelo, rasgando el verde musgo que crecía entre las piedras e iluminando algunos pedazos de fango café que aún quedaban por algunas partes.  
—Willy, ¿trajiste las pilas para mi PSP? —preguntó Scott mientras agitaba un grueso bonete de lana e intentaba llenarlo de nieve —Además, no he oído ladrar a Bronx por ningún lado ¿Tú lo has oído? ¿Eh Willy? ¿Lo oíste tú?  
—Scotty, campeón, deja de llamarme Willy. Soy tu padre. No tienes que llamarme Willy, dime papá, o pá. No sé que tienen en la cabeza tú y tu hermana. Y deja de rellenar tu gorro con nieve, Scott. Vamos déjalo. Sí, traje tus pilas y Bronx… ¿dónde está Bronx?  
Pero era muy tarde para evitar el encontronazo de casi veintidós kilos de alegre entrepelo suave de huskie siberiano a una velocidad endiabladamente rápida. Los niños lo adoraban y él les correspondía revolcándose en la nieve para que le rascaran la barriga.  
—Vengan acá pequeños diablillos —exclamó William mientras tomaba entre los brazos a sus dos hijos, haciéndoles cosquillas debajo de los brazos y Bronx dando brincos con la lengua de fuera —¡Éste es el ataque del Señor Cosquillas Gordon!
—¡Señor Willy Gordon! ¡Señor Willy Gordon! —gritaban a coro el par de mellizos entre un ataque de risas y carcajadas. — ¡No le gusta! ¡Pero así se llama! ¡Señor Willy Gordon!  
Era un hábito que habían adquirido desde la primera mañana que él les enseño su nombre en el periódico, bajo su columna dominical, sintiéndose importante y queriendo dar una cátedra acerca de cómo se gana la vida un verdadero hombre en los Estados Unidos de Norteamérica. Ellos, a modo de burla, comenzaron a llamarlo así desde entonces. «Señor Gordon, ¿podría usted pasarme la caja de cereal, por favor?», «Señor William, ¿gusta más azúcar en su café?», «Señor Willy Gordon, que escribirá para la columna de éste domingo?»; aunque la verdad es que la auténtica autora intelectual de la burla, había sido su bella esposa Nicole, incitándolos a tomar parte del mundo de los adultos y a tomarle el pelo a su padre. Los mellizos eran aun pequeños e inocentes, lo suficiente para que aún les dieran miedo las películas de terror, pero no para las de alienígenas, misiones de guerra o robots gigantescos. Tennessee se inclinaba más por ese tipo de películas que por las de porristas o niñas que se van de campamento, que eran las que solían ver sus amigas de la escuela. Siempre había sido una niña muy ruda, situación que contrastaba increíblemente por lo tierno de su semblante.  
—Papi, ¿por qué Bronx tiene un ojo verde y el otro azul? —inquirió Tennessee.
—Porque tiene poderes mágicos — le contestó William a su hija mientras acariciaba una oreja al perro.  
—No es cierto Señor Willy —protestó Scott una vez recuperado del ataque de cosquillas— es porque así los tienen: a veces, uno de cada color y tienen pelaje doble, igual que los Grandes Perros Mamut —zanjó la cuestión el mellizo, dándose aires de sabiondo
—Papi, ¿existen los Grandes Perros Mamut? —preguntó de nuevo Tennessee  
—No, claro que no Tenny, cariño ¿de dónde sacaste eso Bicho? —interrogó a su hijo mientras se acomodaba en la espalda a su hija y se anudaba los brazos alrededor de su cuello, al momento que una rubia cabellera le cubrió la cara.
—Lo leí en la Encarta, Willy —dijo el niño con aire triunfante mientras se volvía a quitar el gorro de la cabeza y lo llenaba de nieve, formando una bolsa de hielo —Mira pa, tengo un costal de cristales y hielos mágicos y poderosos—exclamó alegremente el niño.  
—Y tendrás una regañina terrible si tu madre te ve haciendo eso. Vamos chicos. Entren a la casa. Y anda Scott, suelta la nieve de la boina. No dejen entrar a Bronx porque tiene las patas mojadas.  
William echó un vistazo a la casa y le paso un brazo por la cintura a su esposa Nicole. Todo estaba bastante limpio, luego de que hacía apenas uno o dos días vinieran dos chicos del pueblo a hacer la limpieza, Randy y Steve. A Nicole nunca le habían dado confianza del todo, pero eran hijos de dos grandes conocidos del lugar. Así que todo estaba en perfecto orden, pensó William mientras le daba un trago al café caliente que su esposa justo había terminado de preparar. Le quemó en el paladar al mismo tiempo que recordó que la bodega —una especie de granero que alguna vez había intentado ser invernadero— estaba completamente sucio. Había que limpiar y trapear hasta el último rincón antes de ésa noche, pues Randy o Steve habían dejado la llave un poco abierta y estaba todo encharcado, si no lo limpiaba hoy, el frío lo congelaría todo y sería una verdadera molestia hacerlo todo entre el hielo de la mañana.  
—Cariño… —dijo Nicole mientras se giraba lentamente y fijaba su mirada en William recargando las ambas manos en el fregadero.  
—¿Qué pasa nena? —contestó William mientras le daba otro sorbo a su café —…Éste café es realmente bueno —exclamó mientras miraba la taza como si de ahí proviniera el buen sabor del café.  
—Nada…es…nada…—repuso dubitativa Nicole —Olvídalo.  
Mientras se dirigía al viejo invernadero y se disponía para comenzar a limpiar, un temblor le recorrió los oídos y el cuello, hasta serpentear por su espina dorsal, haciéndolo estremecerse por completo. Ahí, en medio de los ruidos del bosque —ajeno a la ciudad— sintió como una especie de resonancia en algún lugar de su mente. Era como si el eco de muchas voces se quedara congelado de pronto en algún sitio perdido. Algo así como si los sonidos que se hubieran repetido en muchas ocasiones a lo largo de los siglos se enfrascaran de pronto en una zona y momento en específico. William detuvo su mirada en la puerta de la bodega y sintió un impulso irrefrenable de dejar las herramientas ahí y volver a la casa. «Que locura» pensó y puso manos a la obra.  
El pasillo número tres era verdaderamente un desastre. La bodega —antes invernadero— poseía varios pasillos anchos en donde se erigían altísimos estantes atiborrados con cientos de cosas supuestamente “útiles”. A veces pensaba en ellos como grandísimas arañas con patas metálicas plateadas que tuvieran además estantes y repisas para poner distintos objetos. Eran nueve en total. Echó una ojeada y se percató que tardaría aproximadamente una hora en quitar todo el agua y dar una breve limpieza a todo.  
Sin embargo, había algo en al aire que fue atacando su ánimo paulatinamente. Nada hay en el hombre que se encuentra alegre, como ese presentimiento de que alguien o algo le arrebatará su felicidad. Algo que quería salir a la superficie de su memoria y sin embargo se quedara anclado muy en el fondo de su espíritu. Intentó distraerse con las tareas de secar y lavar el entarimado y lo logró. Luego de un par de minutos, William había olvidado por completo esas sensaciones extrañas y se encontraba de nuevo pensando en sus dos hermosos hijos, Scott y Tennessee; en su esposa Nicole. En Bronx. En Randy y Steve. Podría bajar al pueblo en el momento en que quisiera, Otmäk Town se encontraba a solo veinte minutos de camino y a justo doscientos ochentaitrés kilómetros al oeste de Aspen.  
Bastaría solo, sin embargo, que el aliento que un mal recuerdo venenoso, volviera a surgir, para que William paladeara el sabor metálico del miedo en su boca y el sol se tiñera de negro…una vez más.  
 Además se suponía que era justo ahí en donde, hace muchos años, y según los vecinos, había ocurrido aquello. Fue también el mismo lugar, en donde hacía ya cinco inviernos, una crisis epiléptica le había convulsionado todo el cuerpo. No podía recordar con claridad lo que ocurría durante las crisis. El medicamento, afortunadamente, controlaba en su mayoría los ataques y hoy se cumplían, casi 5 años sin ningún ataque. Había sido diagnosticado con impresión desde que tenía 16 años. Los doctores nunca supieron porque, era una de esos misterios de la medicina que quizá jamás lleguen a saberse.