Lo había dejado en algún lugar. Detrás de la quinta neurona (una de las verdes) y camuflageado por las hojas sin leer de muchos libros. Y ahora, estúpidamente  no podía recordar en dónde carajos lo había puesto.Era una emoción en forma de rojo amedrentado: un coágulo justo en el fondo de la botella de Coca-Cola en forma de pirámide. Pero debía de encontrarse en algún lugar: abajo del clóset, entre los escritos sin sentido o entre los días que se desparramaban (ácidos y absurdos) en todas las horas que había guardadas en la TV. Puso el vaso de Simpsons con HBO encima del mueble y trató de recordar. ¿En dónde mierdas lo había dejado? ¿En donde donde donde? ¿Atrás de su crisis religiosa de adolescente? ¿A un lado de la tercera y última guitarra con la que moriría de viejo? ¿En el cristal roto de los Ray-Ban que le regaló su padre, casi 45 años antes de morir? No. No era en ninguna de esos lados. Simplemente, no encontraba el carajo amor en ningún puto lado.