Confesiones de un epiléptico falto de voltaje. Vol. 1.




Ser epiléptico es buscar el minuto; evitar el instante en ésa paráfrasis que es, girarse hacía sí mismo y el vacío que esto representa en donde uno desaparece. Es, también, en un mundo cargado de letras, una continúa metáfora de supervivencia: asechar la electricidad: cuidar el voltaje interno, domar a todos y cada uno de los diablos que nos habitan y respirar profundo. ¿Será valida una hipótesis algo fatalista, que ser epiléptico es traer una pistola cargada en la nuca, lista para disparar y volarte las neuronas? 

Los epilépticos no tenemos cuerpos normales: tenemos máquinas que jodemos con el medicamento día y noche; tenemos altibajos de emociones profundas (ensayos sobre ensayos que se quedan en borradores). Hace falta, bastante instinto y al mismo tiempo, ensayar una torpeza espontánea para sobrevivir la vida. Y cosa curiosa: no odiamos precisamente la enfermedad; aprendemos a aferrarnos a ella: a cuidarnos de ella: a domesticarla como quién indaga y controla el zapping de cualquier señal digital. 

Los que nacemos con esta enfermad, aprendemos a vivir con distintas puertas que se abren en la mente; caminos que sabemos que no debiéramos explorar. Voces. Claves. La combinación exacta de un olor + dos sílabas + angustia y cataplúm. Uno se ve trasportado al mismísimo país de las maravillas; pero sin maravillas.

Luego, usamos distintos nombres y voces turbulentas con las que llamamos a las peores de las convulsiones. En vano, y siempre en vano, intentamos intento encontrar belleza en el acto fortuito de perder la conciencia: una crisis, es lo más parecido a un orgasmo. 

Uno recorre la vida como una aguja de electroencefalograma: clínicas, hospitales, curanderos, shamanes, amigos, psicólogos. Aseguran dicen que los nervios se confunden en un remolino de luces internas: se movilizan como en una especie de maduración pervertida y putefracta. Nuestro cerebro simplemente, corre a velocidades inimaginables y no importa lo que hagamos, siempre, siempre de los siempre va a alcanzarnos a donde vayamos: uno se puede esconder en el baño, debajo de la mesa de un bar, abajo de las cobijas, en una pestaña de google chrome, y siempre, siempre va a estar con nosotros. 

Pero estoy metonimizan-metaforizando. Uno aprende a ver la vida tan sencillo o tan complejo como venga: te puedes caer y convulsionar afuera de un cine y levantarte con la más estúpida de las sonrisas; o bañado en sudor, sobremedicado y con ganas de cortarte las venas de un solo tajo. Cuestión como las brujas o las putas de agarrarle el ritmo. 

Recuerdo una noche en una sala de urgencias un dormitorio, un taxi, lo que sea, ya era bastante conocido iba por la octava o novena crisis. Los huesos se sentían como si fueran cristales. Era zombie. ¿Creen que la enfermera me mira tan tranquila y me dice que me levante? Vieja puta, ¿no quiere que haga aerobics? Pero sería injusto decir que uno odia las salas de emergencias; más bien, les conserva una especie de cariño malsano, de amor de primer amor, de piruja que te va a dejar y lo sabes, pero no quieres pero sí quieres al mismo tiempo ¿Quién no tuvo alguna aventura sexosa con alguna de sus niñeras? 

Ser epiléptico es aceptar la inmediatez de lo irremediable. La sensación de tener metida una gran planta en la cabeza. De ver medusas transparentes en el aire. Escorpiones cuando parpadeas y ves al punto fijo. Globos negros que aparecen y desaparecen. Ases de luces que relampaguean en forma de espadas. Olores que están ahí y no están en realidad. Una imagen de excel atorada en tu campo visual. No se si esto merezca el nombre de alucinación, pero si nunca en tu vida has rezado, con seguridad, aprenderás a hacerlo. 

Los procesos de la enfermedad son complicados. Se recorren las sustancias como el naufrago los espejismos. Uno debe conservar la esperanza, después de todo, no es motivo de muerte ¿Una caída hacía lo insondeable de nuestra propia conciencia? 

Nosotros somos la enfermedad. Amén.