(de tus pechos que son como esas pirámides pero en realidad no son así porque las pirámides son más picudas y están en el desierto y en egipto y tus pechos son la contigüidad de querer usar, mil palabras nuevas para gastarlas en un título)


No voy a amarte por el resto de tu vida y de la mía. No voy a tocarte pensando en que seas la mujer de mi vida. No voy a amanecer pensando en ti -un pájaro, fugaz, en forma de cometa y alabastro y caña y el olor de tu vagina en mi mano: el cúmulo del sudor de toda una noche amarilla y blanca de verano, resbalando, cayendo enjaulada por el alba, que ahora no existe, pero imaginamos y pecamos, ave maría purísima, sin pecado concebida, amen y etcétera etcétera- ni tampoco en que quiero besarte en la frente y observarte mientras duermes. No puedo quererte. No puedo amarte. No puedo fingir que estoy ahí para escucharte, si en realidad no entiendo ni quiero entender lo que dices. No estaré ahí en los momentos difíciles. No te voy a abrazar después de hacerlo. No te voy a acariciar el cabello -grandes desiertos bordeados de lunas enteras, y soles y estrellas que tienen formas de guitarras y marcianos- ni hacerte cosquillas. No te voy a decir que te amo. No estaré ahí, para que vengas a chorrear toda tristeza y embarrarla en mi soledad. No te puedo amar. No eres la mujer que amo. Ni veo en tus ojos, horizontes -cuadrados y con serpientes y con perros labradores que juegan felices en el patio de una casa muy bonita y con llena de niños que se parecen a ti y a mi- acabados, como si les faltara algo para terminar de ser horizontes: como si fueran, solamente, aspirantes a horizontes. No voy a hablar tu lenguaje de cambiar las sílabas. No quiero, tus nalgas en mis manos y en mi cara. No quiero. No quiero tus pechos -un extravío de animal- recorriendo mi pecho y centellando y ondulando al latido de un corazón que repta golpeando como un tambor. Puedo ser mil veces mejor. Ver una ventana que se convierta en la mañana más hermosa de tu vida. Es sólo que no me da la puta gana hacerlo.