El arroyo

El paso de las abejas se ha extendido casi hasta la entrada del pantano. En esta época, cuando el sol asota fuertemente las piedras grises del arroyo, todo es flores y abejas. Tendríamos que caminar casi tres jornadas para alcanzar el molino, o si nos fuéramos por el otro camino, dos jornadas por el túnel de los salvajes. Estamos perdidos y los perros lo saben. Corren alegres brincando y parece no importarles una mierda. La única ruta que puedo formar en mi mente es: cruzar el paso de las abejas —sentenciandonos a varios piquetes seguros o a la muerte—, adelantar la vereda de las piedras, entrar al paso de las mariposas, pasar la laguna seca, desde donde se ven, gigantescas piedras con forma de cabezas de dinosaurios, bajar por el airbol caído, que ahora es un nido de tarántulas, entrar al cañón colorado, y alcanzar el principio del estanque. Ahí, los aromas son todos verde y los pensamientos se vuelven verdes y el silencio negro y verde y la mente: verde. Si logramos hacerlo, entonces, estaremos vivos. Ya lo hemos hecho muchas veces.