Las Horas

Judith miró las hormigas sobre el mantel.  Una película esmerilada de bruma enfila por el horizonte descampado, entre un cielo oropel y cuarzo, hecho de piedras preciosas. OILMASTER, se lee en la tapa frontal del tostador.  El olor a shampo de mango recorre toda la cocina, sobreponiéndose al de la comida. Y eran las horas. Las Horas, después de todo.  

 Raúl estaría a mitad de campo, con una cámara colgada al cuello y corriendo entre batallones, gritando como poseso: Don´t shot me, I´m a reporter.  Y mientras ella ¿se suponía que tenía que hacer, qué? ¿La cena? ¿El desayuno? ¿La vida? ¿La resurrección?  

Sacó la gran taza de café del microondas y decidió que le añadiría un terrón de azúcar. El tintineo de la cucharilla penetrando filosa entre el líquido amargo y negro del café. La cocina inmóvil. Agua cayendo. El aire desfilando imperceptible entre los muebles. Se sentó en un taburete de la cocina. Vio el plato. La taza. La taza otra vez. Tic tac. Tic tac. Eran las horas. Tocando la puerta de sus ojos. Eran las horas que parecían estirarse como medusas gigantescas dentro de la cocina. Eran las horas, las que convertían la casa en un gran acuario que se llenaba de animalejos brillosos y mitológicos. 

 Entonces recordó a su madre, estúpidamente emocionada con los peces y también pensó al mismo tiempo en lo había visto en una película: a los muertos de la guerra, los enterraban en fosas comunes ¡flas!, ¡flas!, ¡flas! Uno tras otro. Todos anónimos. Todos muertos. Todos yéndose al carajo uno tras otro. Igual que Las Horas. Iguales todos: con la muerte pintada en la cara. La beligerancia de los vivos: un caldero de bichos multicolores, hirviente de muerte y seres sombríos y cadavéricos: fugaces y sempiternos.  

 Judith se levanta. Ve las hormigas. Llena un vaso de agua que no se toma y deja arriba de la mesa, junto al café que no ha tocado. Malena siempre había sido una madre alegre y cariñosa.  Con ese nombre como de canción Argentina. Malena. Un estadio estratosférico de futbol. Malena. Una balada al piano. Malena. Una pseudo puta. Malena. Un tango dramático. Malena. Una visitante ocasional de los cabarets. Y ahora ella misma, Judith, no sabe que hacer. Judith, ella misma: una copia velada de la fotografía de su madre. Ella, Judith: un cascajo de mujer que ni a puta llega. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué hacer, con el idiota café, enfriándose sobre la mesa a una velocidad trepidante? ¿Qué hacer, Dios Bendito de los Cielos, con el vaso de agua que nadie se ha tomado? ¿Qué hacer con esas hormigas irrefrenables y que hacen como un ruido de tambores en lo profundo? Pero, y ¿Qué hacer con las horas, todas ellas sentadas en fila una tras otra esperando su turno en el reloj? 

Y ¿qué hacer además con Raúl en el extranjero?, con ese juego idiota de querer tomar la mejor foto. De sacar la mejor nota. De acercarse más y más al peligro. Y su madre. Malena. Con la amenaza constante de suicidarse si no la dejaban vivir su vida. Malena. Nombre de bailarina exótica del peor de los bares. Vivir su vida y destrozar la de los demás. Dio un sorbo al café amargo y se quemó la punta de la lengua. Volvió a marcarle al móvil. Sonando. Sonando. Y entonces otra vez. Ahí estaban, acechándola como tigres provenientes de una selva alienígena: las horas. Unas manchas horribles en el aura de Dios. Las horas. Iguanas reptando en el techo de una catedral. Las horas, avanzando como un trenecito que fuera directo al infierno. No contestaba nadie. Otro sorbo al café. Un escalofrío por toda la espina dorsal. 

 Judith deja el desayuno a medias sobre la mesa. Sabe que las hormigas volverán. Sabe que seguirán apilando cadáveres en el sur de Afganistán. Uno tras otro. Inertes. Sólidamente fríos, mientras su Raúl, su hermoso Raúl, saca la cámara y les toma fotografías. Fotografías como las que tiene enfrente, pero estas no son de cuerpos verdosos, sino de sus padres. Aburridas todas. Inertes todas. Muertas todas. ¿Qué hacer con las pendejas de las fotografías: inútiles, inservibles, si vienen entrando por la puerta principal, Las Horas? 

Y avanzan líquidamente por los cuartos. Reptando como cocodrilos ciclópeos, envueltos en su formidable armadura, sonriendo, una tras otra. Mordiendo los marcos de las puertas. Pero entonces, piensa Judith, todos querrán recuperar el tiempo perdido y dirán: «Queremos recobrar el tiempo perdido» Dirán eso: Su Madre, Su Padre, y Raúl también lo dirá. Pero lo que no saben es que las horas no perdonan. Son eso, precisamente: cuchillos afilados penetrando la carne y el cronómetro sagrado del Creador. Las horas, perder la cabeza. Las horas, ausencia. Las horas, los ángeles más hermosos de Dios, puteando en la primer esquina. Las horas vendiéndose a placer baratas y caras. Las horas. Las horas. Las horas. Y suben por las escaleras, refulgentes y traslúcidas arañas del tamaño de automóviles. Por eso tuvo que matarla. Por eso tuvo que destajarla en la tina del baño y arrancarle la piel apestada de tangos. Para protegerla de las horas que se la comían, una tras otra,
 

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