Me enamoré perdidamente de mi esposa por sus neuronas. Uno no sabe bien lo que se pueda encontrar en esa maraña —un bosque oscuro y verdoso—, donde habitan cabañas remotas que recuerdan civilizaciones que vivieron hace muchos siglos y que aun veneran a dioses que los hombres del presente han olvidado.
Me enamoré porque yo puedo perderme siempre en lontananza de sus playas. En su mente las cosas no tienen límites y estoy seguro que, con un poco de entrenamiento, pudiera proferir encantamientos y hechizos como en los cuentos de brujas y ogros, que se enfrascan en peleas de dragones y castillos.
Me enamoré de mi esposa, por la amplia sonrisa con la que suele desarmar a cualquier bastardo que intenta amendrentarla. Y no es que sea un querubín, o un angelito indefenso. Dentro de las cuevas que tiene en sus neuronas, viven duendes maléficos, perros labradores, jirafas de lenguas largas y cálidas, ruiseñores y colibrís que por extrañas razones, acuden siempre a visitarla y protegerla. Su mente es un volcán siempre en constante pelea.
Ella es, frase incompleta y conclusión absoluta. Uno intenta darle la palabra perfecta, pero ella contrataca con todos los finales posibles, en todas las dimensiones: es como un condensador que pudiera captar todos las estrategias. Me enamoré de mi esposa, por el increíble ajedrez que juega con su mente. Hablar con ella y tener la oportunidad de vivir a su lado, es como sentarse cara a cara con el gran maestro, a sabiendas de que tiene uno la batalla perdida.
Me perdí enamoradamente en las neuronas de mi esposa —un laberinto en donde habita la muerte negra y rosa al mismo tiempo— y precisamente...